El otro día venía circulando por Miguel Ángel de Quevedo, acababa de dar una vuelta por el centro de Coyoacán, siempre abarrotado de visitantes haciendo largas filas en la heladería Siberia, o incluso buscando asiento en el Café El Jarocho. El centrito de Coyoacán está formado por el Jardín Centenario y el Jardín Hidalgo, que enmarcan la entrada a la iglesia de San Juan Bautista. A su alrededor, se instalan los fines de semana infinidad de puestos de comida, desde parrillas hasta elotes con crema.

Así que venía yo muy satisfecho manejando por ahí cuando me anoté que valía la pena contar la historia de un pionero del cuidado ambiental en México, un hombre que pensaba en los bosques cuando apenas estábamos saliendo de una muy costosa Revolución Mexicana. Y que hoy tiene nombre de calle y de estación del Metro: Miguel Ángel de Quevedo.

Resulta que este hombre nació en 1862, en Guadalajara, Jalisco, y hay que entender cuántas cosas pueden pasar en una sola vida: cuando aquel niño llegó al mundo todavía era presidente Benito Juárez… cuando murió, en 1946, era ya presidente Miguel Alemán Velasco y estaba por construirse Ciudad Satélite.

Miguel Ángel José Ignacio de Quevedo Zubieta venía de una familia acomodada, pero luego lo tocó la desgracia: siendo adolescente su mama murió, y pocos años después su papá fue víctima de un secuestro bastante violento. En fin, don José Valente de Quevedo Portillo murió durante el rescate, así que Miguel Ángel y sus Salvador y Manuel dejaron el país y se criaron en Francia. Allí fueron recibidos por su tío Bernabé de Quevedo, quien llegaría a ser obispo de Bayona, y por lo tanto pudo pagarles una buena educación a sus sobrinos.

Miguel Ángel estudió el bachillerato en la Universidad de Burdeos, donde dice la parte romántica de la historia que contempló la belleza de los bosques de los Pirineos. Se graduó como ingeniero civil con especialidad en Hidráulica en 1887, en la Escuela Politécnica de Paris. El joven ahí se codeó con científicos como Luis Pasteur, a quien todos recordamos por su contribución a la creación de las vacunas… hoy tan atacadas.

Sin embargo, dice en su propia autobiografía, que la clase que cambió el rumbo de su vida fue “Hidráulica Agrícola y Sanitaria”, impartida por Alfredo Durand-Claye. Ahí comprendió la importancia de los bosques en las aguas de todas la tierras aledañas, desde ríos hasta aguas subterráneas, y cómo ese círculo es indispensable para la vida humana y todas sus actividades de subsistencia: desde la agricultura hasta la industria.

El buen Miguel Ángel se dio un tiempo para trabajar en los cimientos de la Torre Eiffel, comprobando que siempre hay mexicanos metidos en todo, luego se regresó a México en 1888. Tenía 26 años y nunca había adoptado la nacionalidad francesa, según el mismo manifiesta, por su amor por este país.

En fin, su llegada en pleno porfiriato fue conveniente, dada la francofilia de Porfirio Díaz, así que pronto le dieron la chamba de jefe del Departamento Forestal de la Secretaría de Agricultura. Su llegada no fue precisamente para ir con los tiempos: en aquel entonces bajo la bandera de la modernidad no había problema en arrasar bosques, extraer carbón, alterar estructuras agrarias de los pueblos, etcétera.

Desde el principio De Quevedo se dedicó a promover la conservación de los bosques y a la conservación de la cuenca hidrológica del Valle de México. Se dice que gracias a su trabajo, la hoy CDMX aumentó en 800% su área dedicada a parques. 

También durante el porfiriato, concibió una de sus obras más famosas (pero no la más importante): la creación de los Viveros de Coyoacán, para lo cual convenció al secretario de Hacienda de la época, el empresario José Yves Limantour en trabajar en conjunto. En lo que fuera el rancho Panzacola, se fundaron los Viveros, con una extensión de 39 hectáreas. El vivero se orientaba a producir directamente especies forestales como el ahuehuete, cedro blanco, fresno, jacaranda, pino chino, pino blanco, pino piñonero y trueno común, algunos de los cuales se supone era los favoritos de Miguel Ángel de Quevedo. Ya muchos años y una Revolución después, el presidente Lázaro Cárdenas declaró esta área como Parque Nacional.

Igualmente, trabajó en el sistema de desagüe de la Ciudad de México, y concibió lo que sería el Gran Canal del desagüe, que contribuyó a prevenir gran parte de las inundaciones que seguían azotando a la ciudad. En efecto, el problema de hoy sería mucho más serio sin estas obras. Lo que ya no pudo evitar fue la desaparición de los lagos aledaños a la ciudad, que desaparecieron desgraciadamente, así como un mejor manejo de la hidrografía local. Hoy la mayoría de los ríos en la capital del país están entubados, o son focos de infección y mal manejo.

De Quevedo logró que Francisco I. Madero concediera una reserva ecológica en Quintana Roo, antes de que este gobierno fuera echado abajo por Victoriano Huerta. Luego de un breve exilio, consiguió algo que, metro por metro, deja pequeños a los Viveros: el parque nacional del Desierto de los Leones, con 1,539 hectáreas, fue aprobado por Venustiano Carranza.

En 1922 fundó la Sociedad Forestal Mexicana, y se dedicó a cabildear una dura Ley Forestal en México, que fue firmada por el presidente Plutarco Elías Calles. Por ahí alguien le puso el apodo del “Apóstol del Árbol”, pero esto deja de lado toda su aportación como ingeniero. Ahí nada más, construyó como ingeniero el edificio del Banco de Londres y México (1913), que aún se levanta en la esquina de 16 de septiembre y Venustiano Carranza (antes Capuchinas y Lerdo). También es autor de una presa hidroeléctrica –nuevamente el acento ambiental– en Río Blanco, Veracruz. Y remodeló una larga lista de edificios. Por cierto, a sus políticas de parques y expansión de avenidas se debe la belleza de las tan apreciadas colonias Roma y Condesa.

Si la CDMX hubiera seguido los planteamientos de Miguel Ángel de Quevedo, ésta sería otra ciudad, una más bella, vivible y ambientalmente favorable para todos.

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